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Resumen
Quienes venimos a la Universidad a enseñar, a investigar o a difundir el saber, estamos ejercitando, al mismo tiempo, un derecho o -más exactamente- un conjunto de derechos que nos habilitan para desempeñar cabalmente nuestra misión universitaria.
Quienes vienen a adquirir conocimientos, aptitudes y destrezas, esto es, a formarse como universitarios, también están dotados -aunque a veces lo ignoren- de ciertas garantías que, junto con resguardar la calidad de su aprendizaje, dignifican su advenimiento a la educación superior.
A este estatuto propio de los académicos y de los estudiantes se le conoce con la denominación genérica de Libertad Académica (L.A.). No es ella, por lo tanto, un atributo exclusivo de los maestros sino también de los alumnos y -nos atrevemos a decir- una cualidad esencial del clima universitario.
Como todo derecho, la libertad académica conlleva una responsabilidad ineludible que la sigue como la sombra al cuerpo.
A estas dos nociones inseparables -libertad y responsabilidad- pretendemos referirnos justamente cuando se inicia un nuevo año lectivo, cuando los profesores renuevan su vocación de servicio , y cuando muchos estudiantes, con la esperanza marcada en sus rostros, ingresan por vez primera a la Universidad.